El Pride no nació como una fiesta con arcoíris y cuerpos brillantes. Nació como una respuesta feroz al hartazgo, a la represión, a la vergüenza impuesta. En 1969, en el Stonewall Inn de Nueva York, hombres como nosotros —afeminados, musculosos, discretos o abiertamente provocadores— dijeron basta. Y cuando los golpes de la policía intentaron aplastar nuestro deseo, respondimos con furia, con deseo de libertad, con orgullo.
Desde entonces, cada marcha es una celebración de nuestra existencia física, sexual y emocional. No desfilamos para agradar, desfilamos para mostrarnos: con barba, con cuero, con brillo o con nada. El Pride es nuestro espacio para decirle al mundo que nuestro sexo entre hombres no es sucio, es digno, es placer, es poder.
A lo largo de los años, el Pride ha mutado, ha crecido, ha sido comercializado, sí, pero también ha servido para reconocernos, para encontrarnos, para encender esa chispa de deseo entre miradas masculinas que se reconocen en medio del ruido.
Celebrar el Pride no es solo una fiesta: es un acto político, erótico y vital. Porque seguimos aquí, seguimos cogiéndonos con orgullo, amándonos sin culpa, construyendo nuevas formas de vínculo. Y cada vez que un cuerpo masculino se exhibe sin miedo, estamos ganando otra batalla.
Hoy el Pride es sudor, es roce, es memoria y también es futuro. Lo celebramos con la misma intensidad con la que nos tocamos, nos besamos y nos decimos: estamos vivos, estamos aquí, y este cuerpo es nuestro territorio de libertad.